Retomo el tema de mi familia y paso a contarles en las condiciones en que vivíamos o más bien subsistíamos. Nuestra situación antes del triunfo de la Revolución Cubana el primero de enero de 1959, se diferenciaba muy poco de la del resto de los humildes de esta Isla, la Mayor de las Antillas, bañada por las cálidas aguas del Mar Caribe, aunque su costa norte recibe los embates del inmenso Océano Atlántico.
Digo que se diferenciaba muy poco, porque realmente no era del todo igual, atendiendo al hecho de que mi padre era obrero ferroviario, algo así como un privilegio, como también lo era ser empleado de un ingenio azucarero, de un Banco o de las compañías eléctrica y telefónica, por ejemplo.
Pero como ya les he contado, mi padre tenía grandes responsabilidades con la casa de su progenitora y apoyaba económicamente también a dos de sus hermanas, a mi abuela materna y a otras personas del barrio cuyo modo de vida rayaba lo precario.
Como cientos de miles de familias cubanas, la nuestra vivía en uno de los llamados bohíos urbanos de la época: Una casa con paredes de tablas procedentes de las maderas más baratas, techo de guano y colgadizo o zaguán de zinc; que constaba de sala, comedor, cocina, una habitación amplia y una pequeña.
Así expresado pudiera considerarse una casa confortable para nuestra condición, pero debo agregar que no tenía piso, es decir que se fabricó en tierra limpia, solo se contaba con dos camas de hierro, una mesa y seis asientos, y un fogón para cocinar cuyo combustible era el carbón vegetal; nada de armario, alacena u otros muebles necesarios.
Nuestra humilde casa no tenía servicio de agua, como ninguna en la entonces pequeña ciudad de Victoria de Las Tunas. A falta de alcantarillado y lo mismo que la mayoría, se excavó un hueco en el fondo del patio que se convirtió en excusado o letrina; mientras en el otro extremo se construyó un pozo criollo, que, por suerte, nos ofreció un agua dulce y pura.
Tener casa no fue cosa fácil para mis padres, quienes deambularon agregados por las de mis abuelas paterna y materna, de una hermana del viejo y en dos o tres precarias viviendas alquiladas. Cuando tuvimos casa propia, el 29 de abril de 1947, el primogénito que era yo, estaba a punto de cumplir los cinco años y ya habían nacido, mi única hermana, Blanca Fe; Francisco José, el tercero y Luis Orlando, el cuarto que solo tenía 40 días de nacido.
Por supuesto, en la cama adicional a la del matrimonio, debíamos dormir los tres primeros hijos y el cuarto, prácticamente recién nacido en la correspondiente hamaca, confeccionada con sacos en los cuales se embasaba la harina de trigo o de Castilla, como se le decía y se le dice aún en buena parte de América.
Después nació Valentín Salvador, el quinto, quien pasó a la hamaca en tanto Luis Orlando fue a ocupar un espacio ¿? en la cama mencionada y ese mismo relevo ocurrió cuando vino al mundo el último de mis hermanos, Amado.
En nuestra casa no había servicio de electricidad, porque al entonces incipiente barrio de Casa Piedra no llegaban las líneas de la pequeña planta generadora que apenas alcanzaba para el centro de la ciudad.
De tal suerte, la luz que acompañaba nuestras noches, la producía un aparato de carburo, mucho más limpia y clara que la de los consabidos candiles o chismosas, como también se le llama con su molesta humareda y el tizne que se apoderaba desde nuestros propios rostros hasta la ropa colgada en el ya olvidado esquinero del cuarto.
Los seis hermanos llegamos a dormir apiñados en aquella inolvidable cama de hierro, hasta que, cuando cumplió 12 años, en 1956, el viejo pudo regalarle una cama personal de madera a mi hermana Blanca, quien se instaló en el cuarto pequeño del zaguán.
Desde bien pequeños, nuestro padre nos enseñó a que no se debía vivir para comer, pero que era necesario comer para vivir. Como nuestra economía era tan limitada por las razones que ya expliqué, quedaba poco o nada para vestir y calzar bien o para comprar muebles. Todos teníamos solo lo indispensable para ir a la escuela o para exponer en las visitas domingueras a las casas de otros miembros de la familia grande: bisabuelos, abuelos y tíos.
Así transcurrieron los primeros años de mi existencia, en una casa muy humilde, con muchísimas privaciones, pero alumbrado por el ejemplo de mis padres: honestos, solidarios, dispuestos siempre a darle la mano a cualquiera que lo necesitara, en la medida de sus posibilidades y, sobre todo, enemigos de la opresión y la injusticia. Ah, pero llegó la Revolución y todo cambió, aunque eso es tema de otra reflexión. Espérela..
MI BEATRIZ, BACHILLER Y ADULTA
Hace 7 meses