A medio siglo de aquella extraordinaria manifestación de apoyo a la Revolución, que fue la Primera Declaración de La Habana, les cuento esta historia casi inverosímil de mi condición de participante ausente, como otros más de mil tuneros que no pudimos llegar a tiempo a la entonces Plaza Cívica de la capital de todos los cubanos.
Tras la honrosa retirada de la delegación cubana, encabezada por Raúl Roa García, de la conferencia de la OEA por las bochornosas maniobras en contra de nuestro país, el pueblo fue convocado para dar una respuesta contundente a nuestros enemigos.
Era tal la efervescencia revolucionaria que, en la entonces ciudad oriental de Victoria de Las Tunas, se decidió enviar una representación que superó el millar de compañeros, convocada por las organizaciones revolucionarias, entre ellas la bisoña Asociación de Jóvenes Rebeldes, de la cual fui fundador.
Pero ¿cómo transportar tal cantidad de personas? La solución fue disponer de un tren con varios vagones de cargar caña; es decir que el viaje se hizo a sol y sereno, sin que aquello mermara en lo más mínimo el entusiasmo de quienes afrontamos esa verdadera odisea.
La salida fue después del mediodía del 31 de agosto y como todavía nos azotaba la secuela del desempleo, mis tíos Francisco Cruz y Luisa Castillo, buscavidas por excelencia, aprovecharon el viaje para fabricar bocaditos de mortadella, los cuales yo, que tenía 17 años y la experiencia que me convirtió en un vendelotodo para subsistir, los expendía en cada una de las tantas paradas que sufrimos en el recorrido.
Al parecer teniamos tiempo suficiente para participar en aquella Asamblea General del Pueblo de Cuba, mas un tren con aquellas características debía darle paso franco a todos los restantes usuarios de la vía férrea, por lo que las horas pasaban y nuestro desplazamiento era lento y complicado. Soportamos un sol abrasador y no pocos aguaceros, además de que por las noches hacía frío, el cual se percibía con mayor intensidad por viajar a la intemperie.
Fue así como nuestro tren de caña, cargado de personas, hizo su entrada a La Habana, ¡el 2 de septiembre! Comenzaba a oscurecer y cientos de miles de compañeros de todas las edades, regresaban a sus hogares después de participar en la Primera Declaración de La Habana.
Aunque con el corazón y el pensamiento estuvimos en la Plaza Cívica, los más de mil tuneros que hicimos aquella inolvidable travesía, fuimos en la práctica presentes en ausencia, porque como la masa compacta de más de un millón de cubanos, ratificamos el apoyo incondicional a la Revolución y la decisión de todo un pueblo de defender su derecho a ser libre e independiente.
Decepcionados, pero convencidos del deber cumplido y tras unas 18 horas de descanso, abordamos el tren de regreso a nuestros hogares. Las transformaciones siguieron su curso y la pequeña ciudad de Victoria de Las Tunas avanzó al conjuro del socialismo, hasta convertirse en lo que es hoy, una comunidad cercana a los 200 mil habitantes, capital de una de las cinco provincias del Oriente multiplicado.
Tras la honrosa retirada de la delegación cubana, encabezada por Raúl Roa García, de la conferencia de la OEA por las bochornosas maniobras en contra de nuestro país, el pueblo fue convocado para dar una respuesta contundente a nuestros enemigos.
Era tal la efervescencia revolucionaria que, en la entonces ciudad oriental de Victoria de Las Tunas, se decidió enviar una representación que superó el millar de compañeros, convocada por las organizaciones revolucionarias, entre ellas la bisoña Asociación de Jóvenes Rebeldes, de la cual fui fundador.
Pero ¿cómo transportar tal cantidad de personas? La solución fue disponer de un tren con varios vagones de cargar caña; es decir que el viaje se hizo a sol y sereno, sin que aquello mermara en lo más mínimo el entusiasmo de quienes afrontamos esa verdadera odisea.
La salida fue después del mediodía del 31 de agosto y como todavía nos azotaba la secuela del desempleo, mis tíos Francisco Cruz y Luisa Castillo, buscavidas por excelencia, aprovecharon el viaje para fabricar bocaditos de mortadella, los cuales yo, que tenía 17 años y la experiencia que me convirtió en un vendelotodo para subsistir, los expendía en cada una de las tantas paradas que sufrimos en el recorrido.
Al parecer teniamos tiempo suficiente para participar en aquella Asamblea General del Pueblo de Cuba, mas un tren con aquellas características debía darle paso franco a todos los restantes usuarios de la vía férrea, por lo que las horas pasaban y nuestro desplazamiento era lento y complicado. Soportamos un sol abrasador y no pocos aguaceros, además de que por las noches hacía frío, el cual se percibía con mayor intensidad por viajar a la intemperie.
Fue así como nuestro tren de caña, cargado de personas, hizo su entrada a La Habana, ¡el 2 de septiembre! Comenzaba a oscurecer y cientos de miles de compañeros de todas las edades, regresaban a sus hogares después de participar en la Primera Declaración de La Habana.
Aunque con el corazón y el pensamiento estuvimos en la Plaza Cívica, los más de mil tuneros que hicimos aquella inolvidable travesía, fuimos en la práctica presentes en ausencia, porque como la masa compacta de más de un millón de cubanos, ratificamos el apoyo incondicional a la Revolución y la decisión de todo un pueblo de defender su derecho a ser libre e independiente.
Decepcionados, pero convencidos del deber cumplido y tras unas 18 horas de descanso, abordamos el tren de regreso a nuestros hogares. Las transformaciones siguieron su curso y la pequeña ciudad de Victoria de Las Tunas avanzó al conjuro del socialismo, hasta convertirse en lo que es hoy, una comunidad cercana a los 200 mil habitantes, capital de una de las cinco provincias del Oriente multiplicado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario