Este 20 de agosto, mi papi cumple un siglo. Mi viejo nació un día como hoy en 1912 y aunque a los 72, el 6 de diciembre de 1984, nos dejó físicamente, su imagen venerada permanece en las mentes y los corazones de mi madre, de sus seis hijos y de aquellos que aprendieron a amarlo y respetarlo por el ejemplo que representó su vida toda.
Emergió al mundo en el seno de una familia extremadamente humilde, forjada por el matrimonio del Teniente del Ejército Libertador de Cuba, Emilio Batista Hernández y la ama de casa Blanca Rosa Mayo Cruz. Educados en la honradez, el amor y el respeto por los semejantes, mi padre y sus hermanos alcanzaron el cariño de quienes les conocieron.
Desde muy pequeño realizó disímiles tareas en busca del sustento: Desde narigonero de bueyes en la pisa de un tejar, cuando era un niño de apenas ocho años de edad, hasta aforador de expreso en los Ferrocarriles Consolidados de Cuba, compañía en la que tuvo una excelente trayectoria laboral, con un expediente absolutamente limpio hasta su jubilación después de más de 30 años de servicios de forma ininterrumpida.
Amante de la naturaleza, amigo de las actividades físicas, fue un magnífico pelotero zurdo, inicialmente de jardinero y después de lanzador, posición esta última en la que estuvo dotado de una notable velocidad en su recta, control y dominio en los envíos de rompimiento, lo cual le permitió brillar frente a equipos de calidad, tanto de aficionados, como de profesionales, además de apoyar su trabajo con una ofensiva de respeto.
Cazador y pescador por excelencia, gustaba de hacerse acompañar por su esposa y sus hijos, incluida mi única hermana, Blanca, por lo que todos aprendimos el arte de la pesca deportiva, especialmente, aquella en la cual uno se divierte con un cordel y un anzuelo desde la ribera de los ríos. Eran jornadas sanas y felices.
Mi padre tenía un carácter recio, pero a la vez tierno. No aceptaba la injusticia en ninguna de sus formas y amaba profundamente a su familia, a los compañeros de trabajo, a los amigos, a los vecinos. Nunca tuvo mucho que ofrecer, pero lo compartía gustosamente, razón por la cual es recordado con mucho cariño en cuanto lugar estuvo o residió, especialmente en el reparto Casa Piedra, lugar en el que fue fundador de las Milicias Nacionales Revolucionarias, de los Comités de Defensa de la Revolución y del Partido Comunista de Cuba
Fue mi viejo un paradigma de ser humano: Noble, trabajador, honrado, buen padre, esposo, hijo, hermano, vecino, amigo. Jamás lo vi aceptar un abuso del tipo que fuera, nunca lo vi tomar una gota de alcohol, ni participar en una pelea irracional, aunque no faltaron quienes resultaron víctimas de sus puños, cuando se hizo absolutamente necesario. Nunca lo escuché tratar en mala forma a mi madre a quien adoraba y prefería el consejo adecuado a sus hijos por encima de los castigos físicos.
Tal era la sensibilidad de mi papi querido, que fue capaz de protagonizar una de las más hermosas historias de amor que puedan concebirse, la cual se concretó en el matrimonio con mi madre, un hecho intrascendente si no estuviera precedido por hechos realmente conmovedores.
Conocí por mi abuela paterna que en la mañana del 30 de septiembre de 1923, su hijo Juanito, de 11 años de edad, corrió a la casa para avisarle que la necesitaban en la casa de un primo en el barrio de Palmarito, donde la señora de la casa estaba a punto de parir por primera vez.
La parturienta, Petronila Utra, esposa de Francisco Cruz, trajo al mundo una niña a quien nombraron Fe Esperanza. El caso es que durante el parto, el muchacho había intentado varias veces entrar al cuarto, por lo que al concretarse el alumbramiento, la propia comadrona lo llamó y le dijo “venga a ver la niña ya que usted tiene tanto interés” y acto seguido se la situó en los brazos.
Pasaron los años y el muchacho de la historia se enamoró de aquella niña que cargó recién nacida; pero supo que su hermano Manuel albergaba igual sentimiento, por lo que le pidió que la cortejara y si no tenía éxito entonces lo haría él. En un par de días quedó el camino expedito, aunque la muchacha estuvo molesta un tiempo porque él en una conversación familiar había dicho que la única presente que el no quería de visita en su casa, era precisamente a Fe.
En definitiva, ya con 26 años, mi padre se hizo novio de mi madre que tenía apenas 15. Y el 23 de septiembre de 1941, se consumó el matrimonio que unía a una chica con un hombre que, con 11 años de edad, fue el primero que la cargó en sus brazos el día que nació. Esa linda historia es la raíz de mi familia, es el orgullo de seis hermanos, de los que soy el primogénito, que hoy recordamos el centenario de nuestro querido viejo, junto a nuestra anciana madre que ya cumplirá 89 años y que sigue amando, con igual devoción y ternura, al único compañero de su vida.
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