En mi memoria parece como si fuera ayer. Fueron intensas jornadas en la que un pueblo entero se puso en pie de guerra, tras el anuncio de la ¡Alarma de Combate”, dictada por el Comandante en Jefe el 22 de octubre de 1962. Nunca estuvo tan cerca el inicio de una devastadora contienda nuclear, capaz de acabar con la existencia del universo entero.
La Crisis de Octubre, de los Misiles o del Caribe, o aquellos “días luminosos y tristes”, al decir del Che; pusieron a prueba la capacidad del pueblo cubano, dispuesto a defender al más alto precio, si era necesario, su derecho a construir la sociedad socialista.
Hacía aproximadamente 18 meses que se había declarado el carácter socialista de la Revolución y que el pueblo armado había destruido a la “famosa” brigada 2506, en las históricas batallas libradas en las arenas de Playa Girón y Playa Larga. El imperialismo sabía que aquí no come el miedo.
La Unión Soviética, de común acuerdo con Cuba, había instalado bases de misiles nucleares y el Gobierno de Estados Unidos decidió establecer un bloqueo naval y puso a sus tropas en zafarrancho de combate, al tiempo que exigía el desmantelamiento total e inmediato de los citados emplazamientos.
La dirección de la Revolución, encabezada por Fidel, no aceptó la posición de fuerza del poderoso Vecino del Norte y la respuesta fue rápida y contundente: Cuba entera se alzó como un solo hombre y “plantó bandera” en defensa de su soberanía.
Desde septiembre de ese año, yo estaba en La Habana, de alumno de la escuela nacional de administración Javier Rodríguez Barreto, del entonces Ministerio de Obras Públicas. Al conocerse la situación, cada uno de nosotros fue enviado a su respectiva unidad de combate de las Milicias Nacionales Revolucionarias.
En aquel entonces trabajaba en el tejar Rigoberto Pérez Leyva (Simpatía) ubicado en las cercanías del central Guillermón Moncada (Constancia A), del municipio de Abreus, perteneciente a la Empresa de Cerámica Roja, en Cienfuegos.
Al mediodía del 23 de octubre ya estaba en mi centro de trabajo e inmediatamente partí para la zona costera de Juraguá, cerca de donde se haría años después la central electronuclear. Allí estaban mis compañeros de la guarnición del tejar, como parte de las fuerzas desplegadas en el borde delantero, a escasos metros de la rocosa costa bañada por las tibias aguas de El Caribe.
Llovía mucho por aquellos días, las noticias reafirmaban la tensa situación y todos teníamos la convicción de que, en cualquier momento, habría que enfrentar y detener un posible desembarco por esta zona costera, relativamente cercana a la Bahía de Cochinos.
Mi compañía, al mando de un sargento de apellido Mantilla, cerraba la defensa del área asignada, hasta donde se encontraba un batallón de tanques soviéticos T-34. Desde el primer día se apreció que nuestros hombres no alcanzaban para cubrir el espacio y fue necesario crear una patrulla de ocho efectivos, la que recibió la misión de mantener la vigilancia, en recorridos durante toda la noche, en alrededor de mil metros que nos separaban de la unidad blindada.
El sargento Mantilla me llamó y me dijo: “Oriente, usted es integrante y jefe de esa patrulla, por lo tanto responde ante mi del cumplimiento de esa misión”. Me sentí muy honrado y dispuesto a validar la confianza que el jefe depositó en un miliciano que hacía apenas 15 días, había cumplido los 20 años.
Fue una experiencia tremenda, inolvidable. Bajo la lluvia constante, en la oscuridad de la noche, en lucha permanente contra el sueño y los mosquitos, cumplí la tarea al pie de la letra; siempre con la tensión propia del peligro real que nos acechaba; pero convencido de la justeza de la causa que defendía.
Durante 36 días esperamos por la posible acometida del enemigo. Al final, La Unión Soviética negoció con los yanquis y sin consultar a Cuba, decidió retirar los misiles, acción que lesionó la posición soberana del pueblo y su Revolución, e impidió que se pudiera exigir a Estados Unidos, la suspensión del bloqueo económico y financiero y la retirada de sus tropas de la ilegalmente ocupada base naval de Guantánamo.
Entonces comenzó la desmovilización y la reincorporación de los milicianos a sus actividades cotidianas. Largas caravanas recorrieron kilómetros en marcha triunfal; la nuestra, atravesó la zona de Juraguá y por la carretera hacia Constancia seguimos hasta Abreus y de allí a Cienfuegos; donde se efectuó un vibrante acto político en las inmediaciones del céntrico Parque José Martí, donde un mar de pueblo nos dio la bienvenida.
Pero, lo más emocionante, lo que llenó nuestros corazones de una alegría inmensa ante el deber cumplido, fue la presencia de miles de hombres y mujeres del pueblo, de todas las edades; que nos bañaron con miles y miles de flores multicolores. Recopilé varias e hice un ramo precioso, el cual entregué en Cienfuegos a una anciana que, con lágrimas en los ojos, me abrazó como a otros muchos de mis compañeros, al tiempo que daba vivas a la Revolución, a Fidel y al Socialismo.
Pasaron y pasarán muchos años, vendrán otras epopeyas, pero mientras viva sentiré el inmenso orgullo de haber ocupado un puesto en el borde delantero en aquel octubre glorioso de 1962. Hoy, en medio de la batalla de ideas que libramos contra el mismo enemigo, persistente y traidor; reafirmo la posición inclaudicable al lado del pueblo, de Fidel y del Partido Comunista de Cuba, en defensa de la sociedad más justa y humana que haya existido en el mundo jamás.
MI BEATRIZ, BACHILLER Y ADULTA
Hace 7 meses
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