Este
22 de diciembre, el pueblo de Cuba siente el regocijo de celebrar el
aniversario 52 de la extraordinaria
gesta en la que nuestro país se proclamó ante el mundo como Territorio Libre de
Analfabetismo, luego de 11 meses de estoica batalla contra la secuela del
neocolonialismo y la explotación capitalista.
Aquel
día inolvidable yo estaba entre los cientos de miles de cubanos que, por
voluntad propia y conscientes de la importancia histórica de la Campaña de Alfabetización,
ayudamos a salir de la oscuridad a compatriotas que descubrieron un mundo nuevo
y que fueron capaces de escribir una sencilla carta al Comandante en Jefe,
Fidel Castro Ruz, para agradecerle sus esfuerzos en pos de un triunfo que estremeció
al mundo.
Hoy,
quiero recordar a uno de aquellos analfabetos, a un humilde trabajador
alfarero, a quien tuve el privilegio y el honor de enseñar a leer y escribir en
el local que servía de oficina al tejar Simpatía, centro de un barrio rural
cercano al central Guillermo Moncada (Constancia A) del entonces municipio de
Abreus, en la provincia de Las Villas.
Yo
había llegado allá el 17 de enero de 1961, requerido por Rafael Galiano
Batista, un primo mío que administraba el tejar, para que me ocupara de las
tareas de oficina y, en septiembre, al comenzar la recta final de la campaña,
me incorporé a las Brigadas Patria o Muerte, organizadas por la CTC para reforzar a los
muchachos de la “Conrado Benítez”.
Tres
trabajadores del centro se convirtieron en mis alumnos, pero había uno, José
Conde Acuña, a quien le consideraban hosco, esquivo, introvertido y no pocos
aseguraban que no quería alfabetizarse. Se equivocaban quienes así pensaban del
humilde alfarero, con quien me unía una profunda amistad.
En
las primeras noches a la tenue luz del farol chino, José me llegó a decir que
“a él no le entraban las letras” y hasta se ausentó a una clase, dispuesto a
renunciar. Insistí y lo convencí que sí podía, hasta que a finales de
noviembre, cuando ya los otros lo habían logrado, mi amigo escribió su cartica
a Fidel, la cual me leyó con lágrimas en los ojos, para abrazarme después con
una ternura inimaginable, pletórica de agradecimiento y satisfacción.
Fue
una noche de gran alegría, porque alrededor de una decena de iletrados del
barrio llegaban a la ansiada meta. Entre abrazos y felicitaciones, unidos los
brigadistas Conrado Benítez y Patria o Muerte con sus alumnos, hombres y
mujeres, jóvenes y adultos mayores, celebramos el acontecimiento que tendría su
clímax en la primera semana de diciembre, cuando izamos, entre vítores, la
bandera de Territorio libre de analfabetismo.
La
amistad entre José Conde y yo alcanzó ribetes tan profundos que alguien llegó a
decirme que él le confesó proferirme un cariño de hermano, algo reciprocado por
mi en todo momento, incluso desde la distancia, cuando debí trasladarme a
trabajar en mi terruño en agosto de 1964.
Muchos
años después, cuando se promovió la entrega de la Medalla de la Alfabetización,
tuve que solicitar un aval de mi participación en aquella histórica tarea. Los
compañeros que estuvieron al frente en el barrio de Simpatía, especialmente
Bernardo Lence Valentín, gestionaron el documento con la Dirección municipal de
Educación en Abreus, hoy provincia de Cienfuegos y recibí el crédito para
obtener el significativo galardón.
Cuando
tuve el documento ante mis ojos, una indescriptible emoción hizo brotar
lágrimas de mis ojos: Junto a la firma de los dirigentes de la Campaña en Simpatía y los
de Educación de Abreus, aparecía con rasgos rudos, pero claros, la de mi amigo
José Conde Acuña, el hombre al que había enseñado a leer y a escribir.
Le
escribí una carta para agradecerle por el gesto y unos años después, lloré ante
la triste noticia del fallecimiento de aquel rudo alfarero, extraordinario ser
humano, cuyo recuerdo merece, a más de medio siglo de tan extraordinaria
hazaña, esta crónica por un analfabeto.
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