Este 6 de enero desperté temprano, quizás por los recuerdos de que un día como hoy, supuestamente, todos los niños recibiamos la visita de los famosos Reyes Magos que, de acuerdo con la leyenda, venían desde Belén montados en camellos abarrotados de juguetes.
Aquel mito formaba parte de la propaganda orquestada por los fabricantes de juguetes y los comerciantes, quienes hacían una “verdadera zafra” con la venta de artículos para la diversión de los infantes en todo el mundo de habla hispana, porque como se sabe, en otras latitudes los encargados de “alegrar a los chicos” eran y son Santa Claus o Papá Noel.
En Cuba, por la herencia española, eran Melchor, Gaspar y Baltasar. Todos los niños les escribiamos una cartica en la que exponiamos qué juguete queriamos recibir, además de situar en algún rincón del cuarto platos con golosinas para los Reyes Magos, yerba y agua que se destinaban a los “cansados” camellos.
Todo era una farsa de la cual yo me había percatado desde bien pequeño. ¿Cómo era posible que los Reyes Magos solo dejaran juguetes a unos y otros lloraban desconsoladamente porque los viajeros llegados de Belén no los tuvieron en cuenta? Comprendí que en casa los juguetes eran comprados por mi padre y que en varios hogares de mis amiguitos más humildes sus progenitores no habían tenido esa posibilidad.
Recuerdo que uno de mis amigos más queridos me dijo en una oportunidad, con lagrimas en los ojos: “Los Reyes son malos, Juan Emilio, porque hay muchachos que sabemos se portan mal en su casa y en la escuela, les faltan a las personas mayores y, ahí están con buenos juguetes, hasta con bicicletas, mientras muchos de nosotros no encontramos nada cuando nos levantamos el 6 de enero”.
Era la lógica conclusión de un niño de apenas 10 años de edad. En mi barrio de Casa Piedra, en los suburbios de la entonces Victoria de Las Tunas, solo unos pocos sentían la felicidad de recibir un juguete. En mi hogar no solo llegaban el mío y de mis cinco hermanos, sino el de otros vecinos y familiares que mi padre, uno de los pocos con empleo fijo, porque trabajaba en el Ferrocarril, hacía un esfuerzo para alegrarnos en ese día tan significativo.
El Día de Reyes, sin embargo, fue para mi una jornada triste, especialmente cuando ya con 12 años de edad, estaba consciente de cuál era la realidad de mi pueblo. Sufrí mucho con el llanto de tantos pequeños amigos y conocidos que, a lágrima viva y con las manitas vacías, contemplaban a “los afortunados” de quienes se habían acordado los señores Reyes Magos.
Por suerte para todos los cubanos, el primero de enero de 1959 triunfó una Revolución verdadera del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Desde el comienzo mismo de una nueva era, se puso de manifiesto que en esta Isla hermosa y rebelde, nada hay más importante que un niño.
En este país todos los días del mundo son de los niños y no solo porque pueden tener juguetes cuando lo quieran, gracias a la estabilidad económica de sus familias, sino porque tienen garantizada la educación, desde el preescolar hasta la Universidad y gozan de un sistema de salud que permite un bajo índice de mortalidad infantil igual y en muchos casos mejor al de los países más desarrollados.
Hoy, al amanecer, recordé aquel oprobioso pasado que, por el esfuerzo de un pueblo entero, no regresará jamás. De la Sierra y del llano llegaron barbudos encargados de garantizar que los niños cubanos tengan juguetes siempre y puedan desarrollarse en un ambiente justo y sano. Aquellos supuestos viajeros procedentes de Belén, nunca existieron y por eso la inmensa mayoría de nuestros pequeños de ahora ni siquiera los oyeron mencionar, pero además, quienes tuvieron acceso a la leyenda, están convencidos de que Melchor, Gaspar y Baltazar, no fueron jamás, ni reyes ni magos.
Aquel mito formaba parte de la propaganda orquestada por los fabricantes de juguetes y los comerciantes, quienes hacían una “verdadera zafra” con la venta de artículos para la diversión de los infantes en todo el mundo de habla hispana, porque como se sabe, en otras latitudes los encargados de “alegrar a los chicos” eran y son Santa Claus o Papá Noel.
En Cuba, por la herencia española, eran Melchor, Gaspar y Baltasar. Todos los niños les escribiamos una cartica en la que exponiamos qué juguete queriamos recibir, además de situar en algún rincón del cuarto platos con golosinas para los Reyes Magos, yerba y agua que se destinaban a los “cansados” camellos.
Todo era una farsa de la cual yo me había percatado desde bien pequeño. ¿Cómo era posible que los Reyes Magos solo dejaran juguetes a unos y otros lloraban desconsoladamente porque los viajeros llegados de Belén no los tuvieron en cuenta? Comprendí que en casa los juguetes eran comprados por mi padre y que en varios hogares de mis amiguitos más humildes sus progenitores no habían tenido esa posibilidad.
Recuerdo que uno de mis amigos más queridos me dijo en una oportunidad, con lagrimas en los ojos: “Los Reyes son malos, Juan Emilio, porque hay muchachos que sabemos se portan mal en su casa y en la escuela, les faltan a las personas mayores y, ahí están con buenos juguetes, hasta con bicicletas, mientras muchos de nosotros no encontramos nada cuando nos levantamos el 6 de enero”.
Era la lógica conclusión de un niño de apenas 10 años de edad. En mi barrio de Casa Piedra, en los suburbios de la entonces Victoria de Las Tunas, solo unos pocos sentían la felicidad de recibir un juguete. En mi hogar no solo llegaban el mío y de mis cinco hermanos, sino el de otros vecinos y familiares que mi padre, uno de los pocos con empleo fijo, porque trabajaba en el Ferrocarril, hacía un esfuerzo para alegrarnos en ese día tan significativo.
El Día de Reyes, sin embargo, fue para mi una jornada triste, especialmente cuando ya con 12 años de edad, estaba consciente de cuál era la realidad de mi pueblo. Sufrí mucho con el llanto de tantos pequeños amigos y conocidos que, a lágrima viva y con las manitas vacías, contemplaban a “los afortunados” de quienes se habían acordado los señores Reyes Magos.
Por suerte para todos los cubanos, el primero de enero de 1959 triunfó una Revolución verdadera del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Desde el comienzo mismo de una nueva era, se puso de manifiesto que en esta Isla hermosa y rebelde, nada hay más importante que un niño.
En este país todos los días del mundo son de los niños y no solo porque pueden tener juguetes cuando lo quieran, gracias a la estabilidad económica de sus familias, sino porque tienen garantizada la educación, desde el preescolar hasta la Universidad y gozan de un sistema de salud que permite un bajo índice de mortalidad infantil igual y en muchos casos mejor al de los países más desarrollados.
Hoy, al amanecer, recordé aquel oprobioso pasado que, por el esfuerzo de un pueblo entero, no regresará jamás. De la Sierra y del llano llegaron barbudos encargados de garantizar que los niños cubanos tengan juguetes siempre y puedan desarrollarse en un ambiente justo y sano. Aquellos supuestos viajeros procedentes de Belén, nunca existieron y por eso la inmensa mayoría de nuestros pequeños de ahora ni siquiera los oyeron mencionar, pero además, quienes tuvieron acceso a la leyenda, están convencidos de que Melchor, Gaspar y Baltazar, no fueron jamás, ni reyes ni magos.
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