Hija mayor del matrimonio de
Francisco Cruz Utra y Petronila Utra Moreno, desde bien pequeña debió enfrentar
una vida plagada de privaciones y supo, niña aún, de trabajos tan agobiantes
como hacer carbón, hasta realizar todos los quehaceres de varias residencias de
familias acaudaladas por míseros centavos, además de soportar humillaciones.
Solo así podía mitigar en algo las enormes carencias del hogar.
Su estirpe de mujer íntegra
recibió, sin embargo, lo que ella consideró un premio, un privilegio, encontrar
a un hombre bueno, trabajador, ejemplo de ser humano, Juan Batista, mi padre,
quien fuera su único amor, el compañero de toda su vida y junto a quien formó
una familia que goza del prestigio y el respeto de una comunidad entera.
Desde el 23 de septiembre de
1941, fecha en que unieron sus vidas para la eternidad, mis padres crearon un
hogar muy humilde, pero muy respetable, concibieron seis hijos, cinco varones y
una hembra, a quienes inculcaron los mejores valores que necesita un ser humano
para ganarse el cariño y la consideración de todos quienes los han conocido,
formales, educados, solidarios, amantes de sus familiares y defensores a
ultranza de la justicia.
Mi padre fue ejemplo de
trabajador en la compañía de Ferrocarriles Consolidados de Cuba, con un salario
decoroso, pero como la familia de ambos era larga y plagada de necesidades, mi
vieja lo ayudaba al sustento de todos como lavandera y, gracias a ese esfuerzo,
su contribución a la economía hogareña fue vital para garantizar la
alimentación diaria y cubrir los complementos mínimos de una existencia
austera.
Mi viejita fue un horcón poderoso
en el sosten de toda la familia. Nuestra casa, la suya, era el oasis en el
desierto de privaciones en que se debatieron, hasta el primero de enero de
1959, sus 20 hermanos y una buena parte de otros parientes cercanos, vecinos y
amigos. De pie frente a una batea o ante una tabla cercana al fogón de carbón
donde calentaba las planchas de hierro, hasta la madrugada del siguiente día,
logró costear las clases para que yo, su primogénito, alcanzara el título de Mecanógrafo, pese a mi quinto
grado y solo 14 años de edad.
Identificada plenamente con los
ideales de mi padre, lo secundó en las luchas sociales y ambos terminaron
involucrados en la cruzada de vergüenza contra dinero del Partido del Pueblo
Cubano (Ortodoxo) liderado por el inolvidable Eduardo Chibás y en el apoyo
incondicional a la última etapa por la liberación definitiva de Cuba,
concretada por el Movimiento 26 de Julio, cuyo ejército guerrillero barrió a la
tiranía de Fulgencio Batista con todo y el sostén del imperialismo yanqui.
Mi madre fue una de las más
activas participantes del movimiento feminista en Las Tunas y estuvo entre las
fundadoras del Frente Cívico de Mujeres Martianas que enfrentó firmemente los
abusos de la dictadura y después del triunfo revolucionario se le vio
trabajando sin descanso en la organización y creación de la Federación de Mujeres
Cubanas y los Comités de Defensa de la Revolución, junto a mi única hermana, Blanca.
Orgullosos de un padre y una
madre, paradigmas en el comportamiento ante la vida, los seis hermanos seguimos
sus ejemplos y hemos formado familias que, jamás, se han apartado del camino
correcto, del quehacer digno ante la vida y la sociedad. El fruto del esfuerzo
de aquel modelo de matrimonio es tan positivo que tiene el más absoluto
reconocimiento de su pueblo.
Por eso me asiste el consuelo de
que cuidamos a mami con amor y celo infinitos, al extremo de que, pese a
padecer de una terrible enfermedad como la diabetes durante más de cinco
décadas, vivió 90 años. Y como expresara mi hermano menor, Amado Batista Cruz,
en las palabras de despedida, será eternamente querida y recordada y, para
apoyar ese absoluto convencimiento, apeló a un clásico e irrefutable concepto
martiano: La muerte no es cierta cuando se ha cumplido bien la obra de la vida.
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