martes, octubre 22, 2013

Adiós a mi viejita adorada



Una vez más y así será eternamente, los seres humanos nos negamos a aceptar que la vida es un espacio limitado en el tiempo y que la muerte es un hecho inexorable: A las 11:00 de la mañana de hoy di el adiós postrero a mi viejita adorada, Fe Cruz Utra, que falleció ayer a la edad de 90 años tras una larga enfermedad.
Hija mayor del matrimonio de Francisco Cruz Utra y Petronila Utra Moreno, desde bien pequeña debió enfrentar una vida plagada de privaciones y supo, niña aún, de trabajos tan agobiantes como hacer carbón, hasta realizar todos los quehaceres de varias residencias de familias acaudaladas por míseros centavos, además de soportar humillaciones. Solo así podía mitigar en algo las enormes carencias del hogar.
Su estirpe de mujer íntegra recibió, sin embargo, lo que ella consideró un premio, un privilegio, encontrar a un hombre bueno, trabajador, ejemplo de ser humano, Juan Batista, mi padre, quien fuera su único amor, el compañero de toda su vida y junto a quien formó una familia que goza del prestigio y el respeto de una comunidad entera.
Desde el 23 de septiembre de 1941, fecha en que unieron sus vidas para la eternidad, mis padres crearon un hogar muy humilde, pero muy respetable, concibieron seis hijos, cinco varones y una hembra, a quienes inculcaron los mejores valores que necesita un ser humano para ganarse el cariño y la consideración de todos quienes los han conocido, formales, educados, solidarios, amantes de sus familiares y defensores a ultranza de la justicia.
Mi padre fue ejemplo de trabajador en la compañía de Ferrocarriles Consolidados de Cuba, con un salario decoroso, pero como la familia de ambos era larga y plagada de necesidades, mi vieja lo ayudaba al sustento de todos como lavandera y, gracias a ese esfuerzo, su contribución a la economía hogareña fue vital para garantizar la alimentación diaria y cubrir los complementos mínimos de una existencia austera.
Mi viejita fue un horcón poderoso en el sosten de toda la familia. Nuestra casa, la suya, era el oasis en el desierto de privaciones en que se debatieron, hasta el primero de enero de 1959, sus 20 hermanos y una buena parte de otros parientes cercanos, vecinos y amigos. De pie frente a una batea o ante una tabla cercana al fogón de carbón donde calentaba las planchas de hierro, hasta la madrugada del siguiente día, logró costear las clases para que yo, su primogénito, alcanzara  el título de Mecanógrafo, pese a mi quinto grado y solo 14 años de edad.
Identificada plenamente con los ideales de mi padre, lo secundó en las luchas sociales y ambos terminaron involucrados en la cruzada de vergüenza contra dinero del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) liderado por el inolvidable Eduardo Chibás y en el apoyo incondicional a la última etapa por la liberación definitiva de Cuba, concretada por el Movimiento 26 de Julio, cuyo ejército guerrillero barrió a la tiranía de Fulgencio Batista con todo y el sostén del imperialismo yanqui.
Mi madre fue una de las más activas participantes del movimiento feminista en Las Tunas y estuvo entre las fundadoras del Frente Cívico de Mujeres Martianas que enfrentó firmemente los abusos de la dictadura y después del triunfo revolucionario se le vio trabajando sin descanso en la organización y creación de la Federación de Mujeres Cubanas y los Comités de Defensa de la Revolución, junto a mi única hermana, Blanca.
Orgullosos de un padre y una madre, paradigmas en el comportamiento ante la vida, los seis hermanos seguimos sus ejemplos y hemos formado familias que, jamás, se han apartado del camino correcto, del quehacer digno ante la vida y la sociedad. El fruto del esfuerzo de aquel modelo de matrimonio es tan positivo que tiene el más absoluto reconocimiento de su pueblo.
Por eso me asiste el consuelo de que cuidamos a mami con amor y celo infinitos, al extremo de que, pese a padecer de una terrible enfermedad como la diabetes durante más de cinco décadas, vivió 90 años. Y como expresara mi hermano menor, Amado Batista Cruz, en las palabras de despedida, será eternamente querida y recordada y, para apoyar ese absoluto convencimiento, apeló a un clásico e irrefutable concepto martiano: La muerte no es cierta cuando se ha cumplido bien la obra de la vida. 

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