sábado, noviembre 02, 2013

Triste regalo de cumpleaños



El año 1957 fue para mi muy exitoso en la vida deportiva. Con 14 de existencia guié al equipo de La Equitativa-Hatuey a la conquista del título en el primer torneo infantil de la Liga de los Cubanitos, celebrado con carácter local durante los meses de marzo y abril, en mi condición de líder de los lanzadores con balance de ocho triunfos y un solo revés, además de contribuir a la ofensiva por alcanzar average de 375.
Después, le gané 5 X 3 a la novena de Banes, la cual logró el subtítulo nacional en representación de Oriente en la final oficial de la Liga de Los Cubanitos, efectuada en La Habana, además de que me mantuve invicto desde el box de una versión infantil, creada por los muchachos del reparto Casa Piedra, del conjunto del cemento Titán. Aquel grupo de niños, del que fui mánager-jugador, logró éxitos increíbles, incluso frente a selecciones de adultos de la ciudad y de los barrios rurales cercanos.
Ese propio año y justo el día antes de comenzar el campeonato señalado, ocurrió un hecho de vital importancia para mi futuro, cuando realicé con éxito el examen final tras el cual recibí mi título de mecanógrafo, extendido por la Institución Nacional de Comercio, de Camagüey, luego de cuatro meses de estudios, costeados por mi querida madre, quien a puño limpio, lavó la ropa de toda la familia de la profesora Genoveva Sández.
En aquella época los amantes de la pelota en Cuba teniamos preferencia por alguno de los cuatro equipos que animaban el torneo invernal de la Liga Profesional con asiento en el Gran Estadio del Cerro: Leones rojos de La Habana, Alacranes azules de Almendares, Tigres anaranjados de Marianao y Elefantes verdes de Cienfuegos.
La mayoría de los fanáticos eran partidarios de Habana y Almendares, los llamados eternos rivales. Yo era almendarista ciento por ciento, como todos en mi casa y uno de mis grandes sueños era poder presenciar, desde las gradas de El Coloso del Cerro, un encuentro entre Leones y Alacranes, los máximos ganadores de gallardetes, especialmente a partir de la etapa posterior a la inauguración del Gran Estadio en 1946.
Mi padre, Juan Batista, quien fuera un excelente jugador de pelota, inicialmente de jardinero y en su mayoría de edad como lanzador zurdo reconocido, poseía una sensibilidad a toda prueba, amaba a su familia entrañablemente y concibió que, mis resultados en 1957 bien merecían un buen regalo, por lo que planificó, sin decirlo a nadie, premiarme para mi cumpleaños 15 el 9 de octubre, con un viaje a La Habana para ver un doble juego dominical  en el estadio de El Cerro.
Aquel regalo significaba un gran esfuerzo económico para la familia, pese a que en su condición de empleado del Ferrocarril, mi padre viajaba gratis y además, tenía derecho a solicitar, con tiempo, un pase para cualquiera de los suyos, en este caso para mi. Una semana antes me dio la noticia que motivó una alegría sin límites, aumentada porque me compraron camisa, pantalón y zapatos nuevos para lo que sería una gran aventura.
Tengo muy buena memoria, sin embargo, nunca he podido recordar la fecha exacta de aquel inolvidable domingo en El Cerro. La temporada apenas comenzaba y después de la llegada el sábado en la mañana y aprovechar para visitar casas de familia, llegó el gran momento cuando arribamos al estadio alrededor de las 11:30 ante meridiano, temprano para un doble juego a base de Cienfuegos-Marianao y Habana-Almendares.
Era un día absolutamente invernal. El viento frío batía fuerte del norte y poco después de iniciarse el primer choque a la 1:00 de la tarde, arrancó una fina llovizna que amenizó toda la jornada, pero sin provocar la suspensión de las acciones. No recuerdo quien ganó entre Elefantes y Tigres, pero sí que, a falta de un buen abrigo, la baja temperatura me produjo un fuerte dolor en la espalda, el cual soporté estoicamente ante la expectativa de ver ganar a mi equipo preferido.
Comenzó el plato fuerte. La primera sorpresa que tuve fue que por los Leones abrió el zurdo estadounidense Joe Hatteng, que lo había hecho por los Alacranes en la temporada anterior, quien  tendría de rival a otro siniestro, Miguel Cuéllar, el mismo que después brilló sobremanera durante la década del 60 del pasado siglo, especialmente con los Orioles de Baltimore en las Grandes Ligas.
Fue uno de los días más tristes de mi vida: Joe Hatteng se ensañó con sus antiguos compañeros y les colgó nueve argollas, en tanto que los Leones marcaron cuatro veces frente al pitcheo azul, que incluyó la presencia, como relevista, de mi ídolo tunero, Orlando Peña, a quien le llamaban El Guajiro, menos mal que en aquella oportunidad no subió a la lomita, nuestro lanzador supremo, otro guajiro, el de Laberinto, el Premier, Conrado Marrero.
El desconsuelo fue enorme, no podía contener las manifestaciones de disgusto, pero reflexioné y lo tomé por el lado positivo: Había tenido la oportunidad de conocer la capital con su Capitolio, los altos edificios, las grandes avenidas, su majestuoso estadio y pude ver, de bien cerca, a los mejores peloteros del país, especialmente a los que defendían el color azul de mi querido Almendares.
Fue un cumpleaños feliz, pero no puedo negar que el regalo resultó triste desde el punto de vista deportivo y, sobre todo, porque durante muchísimos años, los amigos me espetaban: “Qué clase de chasco, mira que viajar más de 600 kilómetros para ver cómo le daban nueve ceros a tu equipo favorito” Y sí que tenían razón, ¿verdad?

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