Ecos del Mundial de Atletismo
¿Estrellas sin bandera?
Hace ya casi ocho años, cuando los Juegos Olímpicos de Sydney en el 2000, abordé el tema del robo de talentos por parte de los países ricos, los cuales se valían de su poder económico para nacionalizar estrellas del llamado Tercer Mundo en busca de medallas en las grandes competiciones.
Esa aberrante práctica no solo se mantiene, sino que se incrementa por días y hemos visto delegaciones en las cuales cifras nada despreciables de atletas no nacieron ni se formaron en los países que representan. Es una forma más del saqueo que practican las antiguas metrópolis en las que fueron sus empobrecidas colonias.
Señalé en aquella oportunidad y sostengo ahora, con más argumentos, que los poderosos encontraron una forma menos costosa de tener atletas de altísimo rendimiento. Sencillamente están a la caza de los talentos entrenados con grandes esfuerzos por sus pueblos.
¿Cómo logran obtener sus servicios? Pues les ofrecen altas sumas de dinero o les facilitan becas para cursar estudios universitarios y después los convencen de las ventajas de asumir la nacionalidad, con la cual ya están listos para renunciar a sus patrias respectivas y defender los colores de una nueva bandera.
Es una forma más, una de tantas, de humillar a los llamados países subdesarrollados, víctimas del intercambio desigual, de la sostenida explotación de las transnacionales. Al robo de cerebros en las esferas económica y científica, se une el de los atletas que, por sus condiciones naturales y el enorme sacrificio de sus pueblos, alcanzan el pináculo en los campos deportivos del Planeta.
Durante el recién celebrado Campeonato Mundial de Atletismo en Osaka, Japón; fueron muchos los competidores que portaron banderas ajenas, que escucharon las notas de himnos desconocidos, los cuales no pudieron cantar por no saber su letra, su música o, sencillamente, no hablar esa lengua.
A modo de ejemplo, tenemos el caso del kenyano Bernard Lagat, un hombre que dio numerosos triunfos a su país en los más grandes eventos deportivos y, ahora, en Osaka, ganó la medalla de oro de los mil 500 metros planos para engrosar la amplia cosecha de Estados Unidos.
Lagat es, ahora, estadounidense y compitió en contra de sus antiguos compañeros, quienes le dieron batalla hasta el metro final de la carrera. ¿Es moral esto? ¿No habrá una fórmula que permita detener este robo continuado de talentos del tercer mundo por parte de los poderosos?
Hay un aspecto de esta inmoral práctica que la hace mucho más indigna y bochornosa: La mayoría de esos atletas robados son africanos y latinos de la raza negra, asiáticos y árabes; presuntamente seres inferiores de acuerdo con la concepción fascista de las naciones ricas, especialmente Alemania y Estados Unidos.
¿Por qué sus blancos arios, fuertes y bien alimentados no pueden ganar todas las medallas que ambicionan? ¿Cómo es que hombres de “raza y categoría inferiores”, que subsisten en muchos casos por debajo del límite de pobreza, les son necesarios para alimentar su creciente prepotencia?
De la misma manera en que lo hice aquella vez y aunque sé que tiene carácter especulativo, debo preguntar ¿cuántas medallas ganaría Estados Unidos en los grandes eventos deportivos, si sus atletas de las minorías discriminadas-negros y latinos, fundamentalmente- se negaran a defender su estrellada enseña?
Yo sé que una gran mayoría de las respuestas coincidiría con la mía: menos del 50 por ciento de las que consigue. Y quizás me quede corto si nos atenemos a quienes fueron y son, a través de la historia del deporte mundial, las grandes estrellas de la más poderosa nación del Planeta.
Cuba es un ejemplo de lo que es el deporte puro, aquel que preconizó el restaurador de los Juegos Olímpicos, el marqués Pierre de Coubertin; sin trampas, sin robos, sin doping; sin la conversión de los hombres en mercancía.
El deporte cubano no solo forma y perfecciona a sus talentos, sino que los educa en el objetivo de que lo más importante es ganar medallas para la Patria; pero, además, envía sus técnicos a otras naciones hermanas para ayudarlas a desarrollarse en esta esfera, sin importarle, como ha sucedido, que ello signifique la pérdida de títulos o preseas de plata y bronce. Son triunfos compartidos que nos enorgullecen.
Por eso, no me cabe la menor duda de que la respuesta al título de este artículo es que sí. Esos que cambian de camiseta de un día para otro, que traicionan a los pueblos que los consideraban sus ídolos, sus paradigmas, son atletas sin bandera y sin honor.
Esta realidad reafirma que los países ricos jamás van a cumplir con la cacareada ayuda para el desarrollo. A los poderosos les conviene que las naciones del Sur sean cada vez más pobres; única manera de mantener ellos altos niveles de vida a su costa; es por eso que, como proclaman Fidel Castro y Hugo Chávez, solo la unión, la integración, pueden salvar al Tercer Mundo.
¿Estrellas sin bandera?
Hace ya casi ocho años, cuando los Juegos Olímpicos de Sydney en el 2000, abordé el tema del robo de talentos por parte de los países ricos, los cuales se valían de su poder económico para nacionalizar estrellas del llamado Tercer Mundo en busca de medallas en las grandes competiciones.
Esa aberrante práctica no solo se mantiene, sino que se incrementa por días y hemos visto delegaciones en las cuales cifras nada despreciables de atletas no nacieron ni se formaron en los países que representan. Es una forma más del saqueo que practican las antiguas metrópolis en las que fueron sus empobrecidas colonias.
Señalé en aquella oportunidad y sostengo ahora, con más argumentos, que los poderosos encontraron una forma menos costosa de tener atletas de altísimo rendimiento. Sencillamente están a la caza de los talentos entrenados con grandes esfuerzos por sus pueblos.
¿Cómo logran obtener sus servicios? Pues les ofrecen altas sumas de dinero o les facilitan becas para cursar estudios universitarios y después los convencen de las ventajas de asumir la nacionalidad, con la cual ya están listos para renunciar a sus patrias respectivas y defender los colores de una nueva bandera.
Es una forma más, una de tantas, de humillar a los llamados países subdesarrollados, víctimas del intercambio desigual, de la sostenida explotación de las transnacionales. Al robo de cerebros en las esferas económica y científica, se une el de los atletas que, por sus condiciones naturales y el enorme sacrificio de sus pueblos, alcanzan el pináculo en los campos deportivos del Planeta.
Durante el recién celebrado Campeonato Mundial de Atletismo en Osaka, Japón; fueron muchos los competidores que portaron banderas ajenas, que escucharon las notas de himnos desconocidos, los cuales no pudieron cantar por no saber su letra, su música o, sencillamente, no hablar esa lengua.
A modo de ejemplo, tenemos el caso del kenyano Bernard Lagat, un hombre que dio numerosos triunfos a su país en los más grandes eventos deportivos y, ahora, en Osaka, ganó la medalla de oro de los mil 500 metros planos para engrosar la amplia cosecha de Estados Unidos.
Lagat es, ahora, estadounidense y compitió en contra de sus antiguos compañeros, quienes le dieron batalla hasta el metro final de la carrera. ¿Es moral esto? ¿No habrá una fórmula que permita detener este robo continuado de talentos del tercer mundo por parte de los poderosos?
Hay un aspecto de esta inmoral práctica que la hace mucho más indigna y bochornosa: La mayoría de esos atletas robados son africanos y latinos de la raza negra, asiáticos y árabes; presuntamente seres inferiores de acuerdo con la concepción fascista de las naciones ricas, especialmente Alemania y Estados Unidos.
¿Por qué sus blancos arios, fuertes y bien alimentados no pueden ganar todas las medallas que ambicionan? ¿Cómo es que hombres de “raza y categoría inferiores”, que subsisten en muchos casos por debajo del límite de pobreza, les son necesarios para alimentar su creciente prepotencia?
De la misma manera en que lo hice aquella vez y aunque sé que tiene carácter especulativo, debo preguntar ¿cuántas medallas ganaría Estados Unidos en los grandes eventos deportivos, si sus atletas de las minorías discriminadas-negros y latinos, fundamentalmente- se negaran a defender su estrellada enseña?
Yo sé que una gran mayoría de las respuestas coincidiría con la mía: menos del 50 por ciento de las que consigue. Y quizás me quede corto si nos atenemos a quienes fueron y son, a través de la historia del deporte mundial, las grandes estrellas de la más poderosa nación del Planeta.
Cuba es un ejemplo de lo que es el deporte puro, aquel que preconizó el restaurador de los Juegos Olímpicos, el marqués Pierre de Coubertin; sin trampas, sin robos, sin doping; sin la conversión de los hombres en mercancía.
El deporte cubano no solo forma y perfecciona a sus talentos, sino que los educa en el objetivo de que lo más importante es ganar medallas para la Patria; pero, además, envía sus técnicos a otras naciones hermanas para ayudarlas a desarrollarse en esta esfera, sin importarle, como ha sucedido, que ello signifique la pérdida de títulos o preseas de plata y bronce. Son triunfos compartidos que nos enorgullecen.
Por eso, no me cabe la menor duda de que la respuesta al título de este artículo es que sí. Esos que cambian de camiseta de un día para otro, que traicionan a los pueblos que los consideraban sus ídolos, sus paradigmas, son atletas sin bandera y sin honor.
Esta realidad reafirma que los países ricos jamás van a cumplir con la cacareada ayuda para el desarrollo. A los poderosos les conviene que las naciones del Sur sean cada vez más pobres; única manera de mantener ellos altos niveles de vida a su costa; es por eso que, como proclaman Fidel Castro y Hugo Chávez, solo la unión, la integración, pueden salvar al Tercer Mundo.
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