Yo no tuve cuna
El 9 de octubre es un día especial. En esta fecha del año 1942 mi familia saltó de felicidad, porque a las 7:30 de la mañana di el primer grito: nacía el primogénito del matrimonio integrado por Juan Batista, empleado del ferrocarril en la estación de carga de la entonces Victoria de Las Tunas, y Fe Cruz Utra, ama de casa.
Pero, ¿por qué tanta felicidad? Ah, porque ocurría el nacimiento del primer nieto de mis abuelos maternos Francisco y Petronila, al tiempo que se inauguraba la condición de tíos de los siete hermanos que, hasta entonces, tenía mi vieja.
Era un hogar extremadamente humilde, bueno como la inmensa mayoría de las familias cubanas, con privaciones de todo tipo, incluso la de “volar turnos” de forma cotidiana o “meterle mano” a un plato de harina de maíz sin manteca.
¿Cómo era el lugar donde yo nací hace hoy 67 años? Bueno, por supuesto que no lo conocí, pero mi tía Úrsula que era una adolescente supo pintarme con palabras las condiciones en que vivía junto a mi abuela Petronila, su padrastro Celestino Laguna y su hermano Felito.
Mi madre, cuando faltaban unos meses para su parto primerizo, decidió ir para la casa de su vieja, ubicada en la actual calle Gonzalo de Quesada, exactamente detrás del llamado Colegio de la Sabana, cuando comenzaba a fomentarse lo que es hoy el populoso reparto Santo Domingo de la capital tunera.
Era una casa de madera con techo de guano y piso de tierra que constaba de tres habitaciones, un rancho en el fondo que servía de cocina y la correspondiente letrina o excusado.
Ah, pero el dueño tenía alquiladas las habitaciones a tres familias, una en cada una, las que debían compartir el tiempo para la elaboración de los escasos alimentos que aparecieran en el único fogón disponible; por supuesto de leña.
Es así como en el cuarto de mi abuela materna se hacinaban, en aquel momento, dos matrimonios y dos adolescentes. Como pueden apreciar, amigos míos, mi llegada complicaba la cosa, pese a lo cual todos me recibieron henchidos de felicidad.
Claro, no hacía falta mucho espacio para ubicarme, porque yo, como los pobres de mi tierra antes de 1959, no tuve cuna. En una hamaca fabricada de blancos sacos de envasar harina de trigo, situada encima de la cama de mis padres, entre humildes almohaditas, disfruté de los sueños iniciales de mi existencia.
En este día de tanta significación, a punto de acogerme a la jubilación, es necesario recordar aquella triste realidad, sobre todo porque siento la satisfacción inmensa de haber aportado un granito de arena en esta obra sublime de la Revolución Cubana, la cual hizo posible que, por siempre, los niños cubanos tengan cuna y coche, puedan crecer educados y saludables, y la garantía de un futuro feliz.
El 9 de octubre es un día especial. En esta fecha del año 1942 mi familia saltó de felicidad, porque a las 7:30 de la mañana di el primer grito: nacía el primogénito del matrimonio integrado por Juan Batista, empleado del ferrocarril en la estación de carga de la entonces Victoria de Las Tunas, y Fe Cruz Utra, ama de casa.
Pero, ¿por qué tanta felicidad? Ah, porque ocurría el nacimiento del primer nieto de mis abuelos maternos Francisco y Petronila, al tiempo que se inauguraba la condición de tíos de los siete hermanos que, hasta entonces, tenía mi vieja.
Era un hogar extremadamente humilde, bueno como la inmensa mayoría de las familias cubanas, con privaciones de todo tipo, incluso la de “volar turnos” de forma cotidiana o “meterle mano” a un plato de harina de maíz sin manteca.
¿Cómo era el lugar donde yo nací hace hoy 67 años? Bueno, por supuesto que no lo conocí, pero mi tía Úrsula que era una adolescente supo pintarme con palabras las condiciones en que vivía junto a mi abuela Petronila, su padrastro Celestino Laguna y su hermano Felito.
Mi madre, cuando faltaban unos meses para su parto primerizo, decidió ir para la casa de su vieja, ubicada en la actual calle Gonzalo de Quesada, exactamente detrás del llamado Colegio de la Sabana, cuando comenzaba a fomentarse lo que es hoy el populoso reparto Santo Domingo de la capital tunera.
Era una casa de madera con techo de guano y piso de tierra que constaba de tres habitaciones, un rancho en el fondo que servía de cocina y la correspondiente letrina o excusado.
Ah, pero el dueño tenía alquiladas las habitaciones a tres familias, una en cada una, las que debían compartir el tiempo para la elaboración de los escasos alimentos que aparecieran en el único fogón disponible; por supuesto de leña.
Es así como en el cuarto de mi abuela materna se hacinaban, en aquel momento, dos matrimonios y dos adolescentes. Como pueden apreciar, amigos míos, mi llegada complicaba la cosa, pese a lo cual todos me recibieron henchidos de felicidad.
Claro, no hacía falta mucho espacio para ubicarme, porque yo, como los pobres de mi tierra antes de 1959, no tuve cuna. En una hamaca fabricada de blancos sacos de envasar harina de trigo, situada encima de la cama de mis padres, entre humildes almohaditas, disfruté de los sueños iniciales de mi existencia.
En este día de tanta significación, a punto de acogerme a la jubilación, es necesario recordar aquella triste realidad, sobre todo porque siento la satisfacción inmensa de haber aportado un granito de arena en esta obra sublime de la Revolución Cubana, la cual hizo posible que, por siempre, los niños cubanos tengan cuna y coche, puedan crecer educados y saludables, y la garantía de un futuro feliz.
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