sábado, septiembre 19, 2009

A propósito del Carnaval Las Tunas-2009
La rotoplana arruinó la cumbancha
Cuando los habitantes de la ciudad de Las Tunas disfrutan de sus tradicionales festejos populares después de largos meses de duro bregar en la recuperación de los daños causados por el huracán Ike; no puedo dejar de recordar la jornada sabatina del llamado Carnaval Olímpico de 1980, hace ya 29 años.
En medio del bullicio de las fiestas, el joven colectivo del diario 26 con apenas dos años de experiencia, adelantó la edición dominical, de manera que cuando el reloj marcaba apenas las 7:30 de la noche del sábado, las planas estaban listas para ser situadas en la entraña de la centenaria rotoplana Dúplex de patente norteamericana.
La cooperación para “terminar temprano y disfrutar de la mejor noche del Carnaval” incluyó que Ulises Espinosa entregara con agilidad la consabida crónica de la primera plana, para que momentos después, con similar premura, desapareciera por la calle Colón en busca de un termo cercano.
Me sentía bien, porque asumía una guardia de cierre “bajo protesta”, pero todo apuntaba a que saldría “en coche”. En minutos la tirada estaría lista y partiría raudo en busca de mi esposa y mis dos hijos; en tanto los hermanos Alcides y Melquíades Labrada, y el imberbe Jesús Marrero, se aprestaban a darle término a la tarea.
Las parejas de los Labrada estaban allí, cerca de la máquina, esperando para que, apenas saliera el último paquete de los ejemplares de 26, arrancar con la fiesta a todo dar, sin limitaciones, con un domingo por delante, pintado para recuperar fuerzas y volver a la carga en la última jornada carnavalesca.
Pero, ¿qué pasó? En otras ocasiones la vieja rotoplana había dado “la tángana”. Lo cierto es que poco después de arrancar a buen ritmo, un tirón desmedido al blanco bastidor de papel, hizo que se partiera y así comenzó el suplicio. Durante la noche y la madrugada, los Labrada hurgaron en el corazón del artefacto, sin que este respondiera a las exigencias de completar la tirada dominical.
Molestos y sudorosos, nuestros maquinistas se lamentaban, gritaban improperios y casi con lágrimas en los ojos, trataban de explicar a sus respectivas compañeras, mientras el bullicio de la fiesta, que aumentaba de tono a solo unos metros; hacía más triste la situación.
Los rayos del sol dominguero ya quemaban la piel de los trasnochados cuando ¡al fin! cayó el último paquete, mientras mis amigos de la máquina rezumaban tinta y grasa por todo el cuerpo.
No sé qué conversaron Alcides y Melquiades con sus parejas, pero en mi caso debí apelar a toda la capacidad persuasiva para explicarle a Berta, mi señora, “tanto trabajo en un sábado de Carnaval”.
No voy a negar lo que disfruté, junto a la familia, el domingo que cerró los festejos y lo mismo ocurrió con mis compañeros de infortunio la víspera, porque pudimos intercambiar espumosos jarros de “piva fría”; pero aquel suplicio en el mejor día del Carnaval lo recordaré mientras viva.
Sin embargo, con muchísimo gusto, los “cerradores” de aquella edición la hubiéramos emprendido, a “mandarria limpia”, contra la dichosa rotoplana que arruinó nuestros planes de cumbanchar en un sábado de carnaval.


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