El fracaso de la Cumbre sobre el clima de Durban, en África del Sur, no sorprendió a ninguna persona medianamente sensata en el mundo, pese a la globalización de la desinformación, pero repercutió hondamente entre los menos favorecidos, porque constituye la máxima expresión del egoísmo y la irresponsablidad de los causantes directos del deterioro ambiental de nuestro Planeta Azul.
En un ambiente de hostilidad y desprecio hacia el Tercer mundo, los principales emisores de gases de efecto invernadero, productores de los desechos contaminantes de todo tipo y principales derrochadores de los recursos naturales de La Tierra, no dejaron de justificarse y de culpar precisamente a las víctimas de su galopante destrucción del hábitat.
Estados Unidos, el único país que nunca firmó el Protocolo de Kyoto y que se niega a disminuir la emisión de gases contaminantes porque no está dispuesto a afectar “el modo de vida norteamericano”, dejó claro que no va a firmar documento alguno encaminado a buscar una mejoría medio ambiental que al menos detenga en los niveles actuales el calentamiento global.
Canadá y las grandes potencias de Europa, aunque desde una posición menos intransigente, tampoco se muestran proclives a realizar acciones que contribuyan, de manera concreta, a lograr la salvación del Planeta. También esas naciones defienden, a capa y espada, sus sociedades consumistas y derrochadoras de los recurso naturales pertenecientes a todos los terrícolas, sin excepción.
La esencia de la posición de los ricos es el egoísmo, el deseo insaciable de poder. Tiene su origen en la desmedida explotación de las antiguas colonias y en el caso de Estados Unidos, en su política neocolonial de rapiña, apoyada fundamentalmente por la tristemente célbre Doctrina Monroe (América para los americanos), con la cual desplazó de este continente a las potencias de Europa.
Lo primero que hicieron las Metrópolis de entonces fue saquear las riquezas de aquellas tierras usurpadas, esclavizar a una parte de sus seculares dueños, explotar como asalariados a la mayoría y permitir privilegios a una minoría criolla que garantizaría, después, una supuesta independencia económica y una “democracia” encadenada a los intereses foráneos.
Después, llegarían los monopolios transnacionales: miles de fábricas emisoras de contaminantes se instalaron en países del Tercer Mundo, con el pretexto de que constituían importantes fuentes de empleo. De esa manera ya no había que gastar en el traslado de las materias primas y los desechos tenían basurero seguro.
En la actualidad, millones de toneladas de desechos agresivos al medio ambiente se trasladan en diferentes medios, especialmente en aviones, barcos y trenes, que son depositados en países de África, Asia y América Latina, acción con la cual agraden de manera indiscriminada la vida y la naturaleza de esos territorios, hambrientos, sin asistencia médica y educación.
En una palabra, con extremo cinismo, los ricos culpan de la situación del clima a esas personas a quienes les “regalan” la contaminación y los condenan a una ínfima esperanza de vida, al tiempo que destruyen su naturaleza que, en algunos casos, serviría para garantizar la buena salud de los pulmones del Planeta.
Tal es el egoísmo que después de robarle sus riquezas, los poderosos pretenden que los pobres se aprieten el cinturón, en todos los sentidos, para que ellos puedan mantener una sociedad opulenta, derrochadora, incapaz de preocuparse de lo que está por venir a causa de su irresponsable proceder.
Después del también triste capítulo de Durban, el mundo avanza de manera irreversible hacia su autodestrucción. No se trata de hablar en términos apocalípticos, es sencillamente una realidad que no podemos soslayar y que solo puede ser amortiguada por una acción global, seria y responsable, especialmente de quienes todo lo tienen y no son capaces de compartir con sus congéneres, aunque sea un aporte mínimo.
La actuación de los grandes líderes mundiales del capitalismo es, desde mi punto de vista, el clásico convencimiento de que lo importante es vivir este momento de la historia, disfrutar de sus riquezas y sus privilegios. Cuando el Planeta ya no pueda ser habitado, ellos no estarán para sufrirlo. Pragmatismo puro.
¿Qué significa esa filosofía? Decía mi abuelita paterna que quién no quiere a su familia no quiere a nadie y este es un concepto quizás simplista. Ahora bien, los poderosos capitalistas que catapultan al mundo hacia el holocausto, ¿pueden amar y respetar, de verdad, a sus descendientes, a sus pueblos, a los futuros habitantes de las naciones aliadas, a nadie sobre La Tierra? Categóricamente, no. Su propio egoísmo los sepultará.
En un ambiente de hostilidad y desprecio hacia el Tercer mundo, los principales emisores de gases de efecto invernadero, productores de los desechos contaminantes de todo tipo y principales derrochadores de los recursos naturales de La Tierra, no dejaron de justificarse y de culpar precisamente a las víctimas de su galopante destrucción del hábitat.
Estados Unidos, el único país que nunca firmó el Protocolo de Kyoto y que se niega a disminuir la emisión de gases contaminantes porque no está dispuesto a afectar “el modo de vida norteamericano”, dejó claro que no va a firmar documento alguno encaminado a buscar una mejoría medio ambiental que al menos detenga en los niveles actuales el calentamiento global.
Canadá y las grandes potencias de Europa, aunque desde una posición menos intransigente, tampoco se muestran proclives a realizar acciones que contribuyan, de manera concreta, a lograr la salvación del Planeta. También esas naciones defienden, a capa y espada, sus sociedades consumistas y derrochadoras de los recurso naturales pertenecientes a todos los terrícolas, sin excepción.
La esencia de la posición de los ricos es el egoísmo, el deseo insaciable de poder. Tiene su origen en la desmedida explotación de las antiguas colonias y en el caso de Estados Unidos, en su política neocolonial de rapiña, apoyada fundamentalmente por la tristemente célbre Doctrina Monroe (América para los americanos), con la cual desplazó de este continente a las potencias de Europa.
Lo primero que hicieron las Metrópolis de entonces fue saquear las riquezas de aquellas tierras usurpadas, esclavizar a una parte de sus seculares dueños, explotar como asalariados a la mayoría y permitir privilegios a una minoría criolla que garantizaría, después, una supuesta independencia económica y una “democracia” encadenada a los intereses foráneos.
Después, llegarían los monopolios transnacionales: miles de fábricas emisoras de contaminantes se instalaron en países del Tercer Mundo, con el pretexto de que constituían importantes fuentes de empleo. De esa manera ya no había que gastar en el traslado de las materias primas y los desechos tenían basurero seguro.
En la actualidad, millones de toneladas de desechos agresivos al medio ambiente se trasladan en diferentes medios, especialmente en aviones, barcos y trenes, que son depositados en países de África, Asia y América Latina, acción con la cual agraden de manera indiscriminada la vida y la naturaleza de esos territorios, hambrientos, sin asistencia médica y educación.
En una palabra, con extremo cinismo, los ricos culpan de la situación del clima a esas personas a quienes les “regalan” la contaminación y los condenan a una ínfima esperanza de vida, al tiempo que destruyen su naturaleza que, en algunos casos, serviría para garantizar la buena salud de los pulmones del Planeta.
Tal es el egoísmo que después de robarle sus riquezas, los poderosos pretenden que los pobres se aprieten el cinturón, en todos los sentidos, para que ellos puedan mantener una sociedad opulenta, derrochadora, incapaz de preocuparse de lo que está por venir a causa de su irresponsable proceder.
Después del también triste capítulo de Durban, el mundo avanza de manera irreversible hacia su autodestrucción. No se trata de hablar en términos apocalípticos, es sencillamente una realidad que no podemos soslayar y que solo puede ser amortiguada por una acción global, seria y responsable, especialmente de quienes todo lo tienen y no son capaces de compartir con sus congéneres, aunque sea un aporte mínimo.
La actuación de los grandes líderes mundiales del capitalismo es, desde mi punto de vista, el clásico convencimiento de que lo importante es vivir este momento de la historia, disfrutar de sus riquezas y sus privilegios. Cuando el Planeta ya no pueda ser habitado, ellos no estarán para sufrirlo. Pragmatismo puro.
¿Qué significa esa filosofía? Decía mi abuelita paterna que quién no quiere a su familia no quiere a nadie y este es un concepto quizás simplista. Ahora bien, los poderosos capitalistas que catapultan al mundo hacia el holocausto, ¿pueden amar y respetar, de verdad, a sus descendientes, a sus pueblos, a los futuros habitantes de las naciones aliadas, a nadie sobre La Tierra? Categóricamente, no. Su propio egoísmo los sepultará.
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