Al calor de tu regazo
Por Juan E. Batista Cruz
Hoy somos testigos del más sublime de los homenajes, ese en el que derrochamos amor por quien más lo merece, nuestras madres. Pienso en este día tan hermoso y se me antoja injusto, porque ellas debían sentir todo ese cariño, esa admiración y ese respeto, siempre, a toda hora, a cada minuto.
Pienso, sobre todo, en mi madre. En ella sintetizo lo que significa la mujer como taller de la vida, como guardiana celosa de sus retoños desde el instante mismo en que los recibe en su seno. Los ama y cuida durante nueve meses y se desvive en atenciones cuando ya puede apretarlos entre sus brazos.
En mi mente están frescos los días de mi niñez. Mami siempre fue severa, pero a la vez dulce y cariñosa; no permitía ninguna acción que incumpliera con los cánones establecidos por las buenas costumbres, pero estimulaba a sus hijos cuando se destacaban en la escuela o en las tareas encomendadas.
Retengo las imágenes de momentos cruciales en mi hogar: la angustia por la enfermedad de alguno de sus seis hijos, el día en que su sangre generosa me salvó la vida, o aquellas interminables jornadas en las que lavó y planchó la ropa de toda una familia para que yo pudiera recibir las clases de mecanografía.
Mi vieja era fuerte, animosa, incluso después del momento triste en que, hace 50 años, supo que padecía de diabetes, esa terrible enfermedad que, de manera lenta y silenciosa, mina el organismo y lo destruye irremediablemente en un tiempo que depende de la disciplina en el tratamiento y el cumplimiento de la dieta establecida.
Hoy, cuando está por cumplir 85 años de vida, mi vieja espera cada día a sus seis hijos. Ya no puede verlos, la luz de sus ojos se apagó, pero el sol de su alma les ilumina la vida y los cubre con un velo de amor infinito.
En este Día de las Madres gozo, viejita, del privilegio de tenerte viva, pendiente de cada minuto en la existencia de tus retoños; severa y cariñosa, como siempre. Hoy me embarga la dicha inmensa de que, inmerso ya en más de seis décadas de vida, puedo, junto a mis hermanos; sentir la sensación de felicidad que es solo posible al calor de tu regazo.
Por Juan E. Batista Cruz
Hoy somos testigos del más sublime de los homenajes, ese en el que derrochamos amor por quien más lo merece, nuestras madres. Pienso en este día tan hermoso y se me antoja injusto, porque ellas debían sentir todo ese cariño, esa admiración y ese respeto, siempre, a toda hora, a cada minuto.
Pienso, sobre todo, en mi madre. En ella sintetizo lo que significa la mujer como taller de la vida, como guardiana celosa de sus retoños desde el instante mismo en que los recibe en su seno. Los ama y cuida durante nueve meses y se desvive en atenciones cuando ya puede apretarlos entre sus brazos.
En mi mente están frescos los días de mi niñez. Mami siempre fue severa, pero a la vez dulce y cariñosa; no permitía ninguna acción que incumpliera con los cánones establecidos por las buenas costumbres, pero estimulaba a sus hijos cuando se destacaban en la escuela o en las tareas encomendadas.
Retengo las imágenes de momentos cruciales en mi hogar: la angustia por la enfermedad de alguno de sus seis hijos, el día en que su sangre generosa me salvó la vida, o aquellas interminables jornadas en las que lavó y planchó la ropa de toda una familia para que yo pudiera recibir las clases de mecanografía.
Mi vieja era fuerte, animosa, incluso después del momento triste en que, hace 50 años, supo que padecía de diabetes, esa terrible enfermedad que, de manera lenta y silenciosa, mina el organismo y lo destruye irremediablemente en un tiempo que depende de la disciplina en el tratamiento y el cumplimiento de la dieta establecida.
Hoy, cuando está por cumplir 85 años de vida, mi vieja espera cada día a sus seis hijos. Ya no puede verlos, la luz de sus ojos se apagó, pero el sol de su alma les ilumina la vida y los cubre con un velo de amor infinito.
En este Día de las Madres gozo, viejita, del privilegio de tenerte viva, pendiente de cada minuto en la existencia de tus retoños; severa y cariñosa, como siempre. Hoy me embarga la dicha inmensa de que, inmerso ya en más de seis décadas de vida, puedo, junto a mis hermanos; sentir la sensación de felicidad que es solo posible al calor de tu regazo.
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