Medio siglo de Revolución
Hay que decir la verdad
El tema de la correcta formación de las nuevas generaciones es recurrente y es la comidilla de la mayoría, sobre todo entre los que peinamos canas y tuvimos la amarga experiencia de vivir el terrible pasado de nuestra niñez y adolescencia, realidad que nos da el privilegio de poder comparar.
No pocas veces escucho decir a personas mayores: “la juventud está perdida”. Esa absolutización es un error garrafal, porque la minoría que asume posiciones reñidas con los valores que caracterizan a nuestra sociedad, no es de ninguna manera, la imagen real de los jóvenes que hoy llevan sobre sus hombros el peso de este país.
¿Cómo lo demuestro? La mayoría absoluta de los hombres y mujeres: dirigentes políticos y de Gobierno, profesionales, técnicos, científicos; nacieron, o en los últimos años de la década del 50 del siglo pasado, o después del triunfo luminoso del Primero de Enero de 1959.
Pero hay más, el total de ese universo lo ha formado la Revolución, le ha dado la posibilidad de prepararse en todos los órdenes para garantizar la continuidad de una sociedad justa y equitativa como ninguna. Y la mayoría absoluta no conoció de hambre, miseria, insalubridad, muerte por enfermedades curables, falta de escuelas o desempleo forzado.
Sin embargo, no cabe duda que hay una minoría, para nada despreciable, cuya actitud denigra a la digna juventud cubana. Ese grupo está plagado de egoísmo, de mentalidad consumista, de ideas tergiversadas en cuanto a deberes y derechos dentro de la sociedad; envenenadas de la propaganda capitalista y que no reconocen al trabajo como la fuente por excelencia para obtener el sustento económico.
Esta es una realidad, pero hemos reflexionado los mayores, los que vivimos el pasado, ¿cuánto pudimos contribuir, consciente o inconscientemente a la tergiversación del camino de una parte de nuestros jóvenes? ¿Ha cumplido la familia, célula fundamental de la sociedad, con todos los requerimientos para su formación?
Por ejemplo. Los que peinamos canas nos sorprendemos cómo una considerable cantidad de personas mayores, de las más humildes, mienten a sus descendientes y les han hecho creer que vivían muy bien, en buenas casas, alimentación de primera que incluía carne de res todos los días, comodidades… ¡Ni en sueños, los pobres, mayoritarios en este país, alcanzaron algo ni parecido!
Uno piensa, y entonces ¿quiénes habitaban los cientos de ranchos de tabla, yagua y guano o de cujes unidos por fango, de pisos de tierra, letrina; sin tener apenas dónde dormir o sentarse; con hombres sin trabajo, cuajados de remiendos, calzados con alpargatas, agobiados por no tener la posibilidad de asegurar una magra ración de cualquier cosa a su familia?
La mayoría de los cubanos y de los tuneros, por supuesto; no tenía asistencia médica, no contaba con escuelas suficientes para aprender, al menos las primeras letras. Había quienes no conocieron lo que era un par de zapatos hasta los 17 ó 18 años, después de la victoria rebelde.
Quiénes sufrimos en carne propia aquella miserable situación, no tenemos por qué avergonzarnos de cómo vivimos; no hay razón para no querer acordarnos de quiénes éramos; al contrario debemos decirlo a nuestros descendientes para que sepan la verdad del pasado y puedan, justamente, comparar.
Si damos una versión falsa de nuestro pasado capitalista, los jóvenes creerán que siempre vivimos en moradas decorosas, que nunca nos faltó la asistencia médica, las escuelas, el pleno empleo; que siempre tuvimos radio, televisor, escaparate, refrigerador, lavadora, ventilador; mucha ropa y zapatos.
Debemos decirle a nuestros descendientes que la mayor parte de los cubanos teníamos vedado alcanzar no solo un título universitario, sino que llegar a la enseñanza secundaria era privilegio de pocos.
La familia en particular y las personas mayores en los barrios, los repartos, las cuadras, tenemos una cuota importante de responsabilidad en la deformación de ese sector minoritario de la juventud cubana que, lamentablemente, no se adapta a nuestra sociedad.
Si le pintamos aquel pasado deprimente como algo totalmente distinto a lo que conocimos y sufrimos, ¿cómo pueden las nuevas generaciones valorar lo que tienen, cómo pueden comparar? Reflexionemos todos y lleguemos a la conclusión de cuanta razón me asiste.
A 50 años del triunfo de la Revolución es nuestro deber rectificar. Nuestra sociedad no es perfecta, estamos conscientes de cuantas cosas debemos resolver para que sea cada vez mejor, pese al enfermizo acoso del imperialismo de Estados Unidos; pero en ese objetivo, debemos contribuir todos; ser combativos e intransigentes con las acciones objetivas o subjetivas que atenten contra el presente y el futuro de nuestro país.
Por eso, cuando en unos días todos celebremos el medio siglo del amanecer definitivo con el triunfo de la Revolución Cubana, reflexionemos y lleguemos a la conclusión de que, aunque parezca simple, para la defensa de nuestra digna sociedad, un elemento vital es decir siempre la verdad.
Hay que decir la verdad
El tema de la correcta formación de las nuevas generaciones es recurrente y es la comidilla de la mayoría, sobre todo entre los que peinamos canas y tuvimos la amarga experiencia de vivir el terrible pasado de nuestra niñez y adolescencia, realidad que nos da el privilegio de poder comparar.
No pocas veces escucho decir a personas mayores: “la juventud está perdida”. Esa absolutización es un error garrafal, porque la minoría que asume posiciones reñidas con los valores que caracterizan a nuestra sociedad, no es de ninguna manera, la imagen real de los jóvenes que hoy llevan sobre sus hombros el peso de este país.
¿Cómo lo demuestro? La mayoría absoluta de los hombres y mujeres: dirigentes políticos y de Gobierno, profesionales, técnicos, científicos; nacieron, o en los últimos años de la década del 50 del siglo pasado, o después del triunfo luminoso del Primero de Enero de 1959.
Pero hay más, el total de ese universo lo ha formado la Revolución, le ha dado la posibilidad de prepararse en todos los órdenes para garantizar la continuidad de una sociedad justa y equitativa como ninguna. Y la mayoría absoluta no conoció de hambre, miseria, insalubridad, muerte por enfermedades curables, falta de escuelas o desempleo forzado.
Sin embargo, no cabe duda que hay una minoría, para nada despreciable, cuya actitud denigra a la digna juventud cubana. Ese grupo está plagado de egoísmo, de mentalidad consumista, de ideas tergiversadas en cuanto a deberes y derechos dentro de la sociedad; envenenadas de la propaganda capitalista y que no reconocen al trabajo como la fuente por excelencia para obtener el sustento económico.
Esta es una realidad, pero hemos reflexionado los mayores, los que vivimos el pasado, ¿cuánto pudimos contribuir, consciente o inconscientemente a la tergiversación del camino de una parte de nuestros jóvenes? ¿Ha cumplido la familia, célula fundamental de la sociedad, con todos los requerimientos para su formación?
Por ejemplo. Los que peinamos canas nos sorprendemos cómo una considerable cantidad de personas mayores, de las más humildes, mienten a sus descendientes y les han hecho creer que vivían muy bien, en buenas casas, alimentación de primera que incluía carne de res todos los días, comodidades… ¡Ni en sueños, los pobres, mayoritarios en este país, alcanzaron algo ni parecido!
Uno piensa, y entonces ¿quiénes habitaban los cientos de ranchos de tabla, yagua y guano o de cujes unidos por fango, de pisos de tierra, letrina; sin tener apenas dónde dormir o sentarse; con hombres sin trabajo, cuajados de remiendos, calzados con alpargatas, agobiados por no tener la posibilidad de asegurar una magra ración de cualquier cosa a su familia?
La mayoría de los cubanos y de los tuneros, por supuesto; no tenía asistencia médica, no contaba con escuelas suficientes para aprender, al menos las primeras letras. Había quienes no conocieron lo que era un par de zapatos hasta los 17 ó 18 años, después de la victoria rebelde.
Quiénes sufrimos en carne propia aquella miserable situación, no tenemos por qué avergonzarnos de cómo vivimos; no hay razón para no querer acordarnos de quiénes éramos; al contrario debemos decirlo a nuestros descendientes para que sepan la verdad del pasado y puedan, justamente, comparar.
Si damos una versión falsa de nuestro pasado capitalista, los jóvenes creerán que siempre vivimos en moradas decorosas, que nunca nos faltó la asistencia médica, las escuelas, el pleno empleo; que siempre tuvimos radio, televisor, escaparate, refrigerador, lavadora, ventilador; mucha ropa y zapatos.
Debemos decirle a nuestros descendientes que la mayor parte de los cubanos teníamos vedado alcanzar no solo un título universitario, sino que llegar a la enseñanza secundaria era privilegio de pocos.
La familia en particular y las personas mayores en los barrios, los repartos, las cuadras, tenemos una cuota importante de responsabilidad en la deformación de ese sector minoritario de la juventud cubana que, lamentablemente, no se adapta a nuestra sociedad.
Si le pintamos aquel pasado deprimente como algo totalmente distinto a lo que conocimos y sufrimos, ¿cómo pueden las nuevas generaciones valorar lo que tienen, cómo pueden comparar? Reflexionemos todos y lleguemos a la conclusión de cuanta razón me asiste.
A 50 años del triunfo de la Revolución es nuestro deber rectificar. Nuestra sociedad no es perfecta, estamos conscientes de cuantas cosas debemos resolver para que sea cada vez mejor, pese al enfermizo acoso del imperialismo de Estados Unidos; pero en ese objetivo, debemos contribuir todos; ser combativos e intransigentes con las acciones objetivas o subjetivas que atenten contra el presente y el futuro de nuestro país.
Por eso, cuando en unos días todos celebremos el medio siglo del amanecer definitivo con el triunfo de la Revolución Cubana, reflexionemos y lleguemos a la conclusión de que, aunque parezca simple, para la defensa de nuestra digna sociedad, un elemento vital es decir siempre la verdad.
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